Por Elena Torres, Experta en Gastronomía y Cultura
El acto de tapear en Madrid trasciende la simple ingesta alimentaria para convertirse en un ritual social y cultural profundamente arraigado en la identidad madrileña. Durante mis numerosas investigaciones gastronómicas en la capital española, he documentado cómo esta práctica representa no solo una forma de alimentación, sino un complejo sistema de interacción social, transmisión de conocimientos culinarios y afirmación identitaria que ha evolucionado notablemente en las últimas décadas, desde sus orígenes más castizos hasta su actual reinterpretación vanguardista.
Esta ruta de tapas madrileñas que propongo no pretende ser un listado de "los mejores bares", sino un recorrido antropológico-gastronómico que permite comprender la evolución de Madrid a través de sus expresiones alimentarias más características, explorando tanto los espacios que mantienen la autenticidad tradicional como aquellos que reinterpretan el concepto de tapa desde paradigmas culinarios contemporáneos.
"Tapear en Madrid es participar en un diálogo gastronómico intergeneracional. Cada bocado contiene referencias implícitas a la memoria colectiva, pero también a la reinvención constante que caracteriza a la cocina viva." — Reflexión anotada en mi cuaderno de campo durante la investigación para "Antropología del tapeo madrileño", 2022
Inaugurada en 1860, Casa Labra (Calle Tetuán, 12) representa uno de los ejemplos más puros de continuidad gastronómica en la capital. Este establecimiento, donde se fundó clandestinamente el Partido Socialista Obrero Español en 1879, mantiene no solo sus recetas sino también prácticas culinarias y organizativas prácticamente inalteradas desde el siglo XIX.
Durante mi investigación sobre establecimientos centenarios madrileños, documenté cómo su emblemático bacalao, tanto en forma de tajadas rebozadas como en croquetas, sigue elaborándose siguiendo métodos artesanales que implican un proceso de tres días para la desalación y preparación. Lo verdaderamente fascinante es que, mientras muchos establecimientos históricos han sucumbido a la tentación de modernizarse o ampliarse, Casa Labra ha mantenido incluso su sistema original de venta: primero se paga en caja, luego se entrega el ticket en barra, creando un ritual de consumo que conecta directamente con las prácticas comerciales decimonónicas.
Desde una perspectiva antropológica, lo más valioso es observar la democrática mezcla de comensales que produce: desde ancianos del barrio hasta turistas internacionales y trabajadores de oficinas cercanas, todos compartiendo espacio y experiencia en un ejercicio de comensalidad interclasista que define la esencia del tapeo madrileño.
En la Taberna El Madrileño (Calle de la Cruz, 12) encontramos otro valioso testimonio de resistencia gastrocultural. Este establecimiento fundado en 1895 representa la cultura del vermut madrileño en su expresión más auténtica.
El análisis etnográfico de este espacio revela elementos cruciales de la sociabilidad madrileña tradicional: el vermut servido directamente de barrica (no embotellado industrialmente), acompañado de aceitunas aliñadas según receta propia y conservas de alta calidad, especialmente berberechos y mejillones en escabeche, todo ello consumido preferentemente de pie, en un espacio donde la proximidad física cataliza la interacción social espontánea.
Durante mi conversación con Santiago, tercera generación de la familia propietaria, me reveló un dato significativo: "Mantenemos el vermut a 2,20€ cuando podríamos cobrar el doble, porque entendemos que no solo vendemos una bebida sino que preservamos una tradición social que debe seguir siendo accesible". Esta filosofía representa perfectamente la función social del establecimiento tradicional como guardián de prácticas comunitarias más allá de la lógica estrictamente comercial.
Aunque técnicamente no es oriundo de Madrid, el influjo gastronómico asturiano ha sido tan significativo en la capital que puede considerarse parte integral de su identidad culinaria. Bar Cerveriz (Calle Divino Pastor, 20) representa esa fusión perfecta entre la cocina del norte y las prácticas de consumo madrileñas.
Este minúsculo establecimiento del barrio de Malasaña, con apenas cuatro mesas y una barra, ha perfeccionado el arte de la croqueta casera, elaborada diariamente según recetas transmitidas oralmente durante tres generaciones. Su análisis organoléptico revela la técnica perfecta: una bechamel sedosa pero firme, con un equilibrio preciso entre nutmeg y pimienta blanca, envolviendo generosos trozos de jamón ibérico y pollo de corral.
Lo más interesante desde una perspectiva sociológica es cómo este establecimiento ha sobrevivido a la gentrificación galopante del barrio, manteniendo precios moderados (1,80€ por croqueta) mientras en locales adyacentes se sirven cócteles a 14€. Esta resistencia económica ha convertido a Cerveriz en un refugio para vecinos tradicionales, creando un fascinante microcosmos donde conviven ancianos del barrio con jóvenes profesionales y turistas, todos atraídos por la autenticidad no escenificada.
La Bodega de la Ardosa (Calle Colón, 13) representa un fascinante caso de estudio sobre cómo un establecimiento centenario (fundado en 1892) puede evolucionar sin perder su esencia identitaria.
El elemento arquitectónico más emblemático de La Ardosa, su diminuta puerta interior por la que hay que agacharse para acceder a la sala trasera, funciona como un umbral simbólico que marca la transición entre la Madrid apresurada del exterior y el tiempo detenido del interior. Durante mis observaciones, documenté cómo este simple acto físico de agacharse predispone psicológicamente al cliente para una experiencia diferenciada.
La oferta gastronómica representa perfectamente esta dualidad entre tradición y renovación: mantienen impecables su tortilla de patatas tradicional y los salmorejo y gazpacho estacionales, pero han incorporado elementos contemporáneos como una selección de cervezas artesanas y conservas premium de pequeños productores. Esta evolución no ha sido rupturista sino orgánica, respondiendo a las cambiantes demandas de una clientela que valora lo auténtico pero con estándares actualizados.
El Mercado de San Miguel (Plaza de San Miguel) constituye un caso paradigmático de transformación funcional: de mercado de abastos tradicional a espacio gastronómico curado que potencia tanto el producto local como la experiencia social del consumo.
Esta reconversión, completada en 2009, ejemplifica la tensión entre autenticidad y comercialización turística. Si bien algunos puristas critican su orientación parcial hacia el visitante internacional, mi investigación comparativa con otros mercados europeos similares confirma que San Miguel ha logrado un equilibrio razonable: mantiene productos genuinamente españoles (como las aceitunas rellenas artesanales del puesto "La Hora del Vermut" o las tapas de La Casa del Bacalao) a precios ciertamente elevados pero no desorbitados en comparación con su entorno.
La estructura de consumo aquí es particularmente interesante desde una perspectiva antropológica: rompe con el modelo tradicional de restauración donde todos los comensales consumen lo mismo, para adoptar un modelo nómada donde cada individuo puede componer su experiencia personalizada, reuniéndose después en mesas comunes. Este formato potencia la socialización entre desconocidos y la experimentación gastronómica plural.
En plena Plaza de Chueca, la Taberna Ángel Sierra (fundada en 1917) consigue el milagro de mantener su esencia de antiguo despacho de vinos mientras se adapta orgánicamente a un barrio en constante transformación.
La barra de zinc original, las barricas decorativas y los azulejos centenarios crean un marco escenográfico donde pasado y presente dialogan sin conflicto. Su tortilla de patatas, elaborada según la receta clásica madrileña (con cebolla caramelizada y centro ligeramente cuajado), convive con opciones más contemporáneas como las banderillas gourmet con boquerones de Santoña y piparra vasca.
Un elemento etnográficamente significativo que documenté es el ritual de servicio del vermut: presentado en copa de balón con hielo, acompañado por una botellita de sifón para que el cliente regule la mezcla según su preferencia, y guarnecido con una aceituna, una rodaja de naranja y un twist de limón. Esta presentación, aparentemente simple, representa un meticuloso ejercicio de preservación ritual que conecta con las prácticas de servicio de principios del siglo XX.
Ubicado en La Latina, Juana La Loca (Plaza Puerta de Moros, 4) representa la primera ola de renovación consciente del concepto de tapa, iniciada a finales de los 90. Su emblemática tortilla de patatas confitadas con cebolla caramelizada, intencionadamente presentada casi líquida en su interior, provocó inicialmente controversia pero acabó influenciando a toda una generación de cocineros.
Lo que hace fascinante este establecimiento desde una perspectiva etnogastronómica es que no reniega de lo tradicional sino que lo reinterpreta desde un profundo conocimiento técnico y cultural. Durante mi entrevista con su chef, Alvaro Martínez, me explicó: "No buscamos romper con la tradición por simple provocación; cada modificación responde a una reflexión sobre cómo potenciar la experiencia sensorial manteniendo la esencia del plato".
Esta filosofía se manifiesta en otras creaciones como su pisto con huevo frito y trufa, donde ingredientes humildes de la cocina popular se elevan mediante técnicas y presentaciones contemporáneas sin perder su identidad esencial.
En el extremo más vanguardista de nuestro recorrido encontramos StreetXO (Centro Comercial El Corte Inglés, Calle de Serrano, 52), el proyecto casual del chef tres estrellas Michelin David Muñoz. Este espacio representa la ruptura más radical con el concepto tradicional de tapa, reinterpretándolo desde una perspectiva multicultural y técnicamente compleja.
La barra-escenario donde los cocineros trabajan a la vista funciona como un teatro gastronómico donde la preparación es parte intrínseca de la experiencia. Creaciones como el "dim sum de conejo a la royal con alioli de azafrán" o el "dumplings líquido de jamón ibérico y caldo dashi" representan fusiones culturales que reflejan tanto la globalización culinaria como la hibridación característica del Madrid contemporáneo.
Lo más interesante desde una perspectiva de análisis cultural es cómo StreetXO ha conseguido democratizar parcialmente la alta cocina: aunque sus precios son significativamente más altos que los establecimientos tradicionales (tapas individuales entre 12-20€), resultan accesibles en comparación con la experiencia completa en DiverXO, permitiendo a un público más amplio experimentar la creatividad de un chef de élite en formato informal.
En el barrio de Chamberí, La Gabinoteca (Calle Fernández de la Hoz, 53) representa un fascinante enfoque tecno-emocional hacia la tapa. El chef Nino Redruello ha creado un espacio donde la tradición sirve como punto de partida para exploraciones culinarias que juegan con la memoria gastronómica colectiva.
Sus "nuggets de cocido" ejemplifican esta aproximación: deconstruyen el emblemático cocido madrileño transformándolo en pequeñas croquetas crujientes que concentran sus sabores esenciales, creando un puente entre la tradición más arraigada y formatos contemporáneos. Esta traducción culinaria intergeneracional permite que jóvenes comensales conecten con elaboraciones históricas mediante referencias actualizadas.
El concepto de "platillos" (un formato ligeramente mayor que la tapa tradicional pero menor que una ración) que La Gabinoteca popularizó representa una interesante adaptación formal a nuevos patrones de consumo: permite una mayor complejidad técnica y presentación que la tapa clásica, mientras mantiene la filosofía de compartir y probar múltiples elaboraciones en una misma comida.
La transformación más significativa en el panorama líquido madrileño ha sido la explosión de la cultura cervecera artesanal, que ha enriquecido la clásica "caña" (pequeño vaso de cerveza de barril) con nuevas propuestas.
Establecimientos como La Tape (Calle San Bernardino, 6) representan esta evolución, ofreciendo rotación constante de cervezas artesanales españolas en sus 12 grifos, siempre acompañadas de tapas elaboradas que establecen diálogos sensoriales específicos: la acidez cítrica de una Sour Ale equilibrando la intensidad de unas zapatillas de cabrales, o la maltosidad de una Brown Ale complementando la dulzura de una carrillera ibérica estofada.
Si bien el vermut nunca desapareció completamente del panorama madrileño, la última década ha visto un extraordinario resurgimiento de esta bebida aperitiva, con nuevas marcas locales y espacios especializados.
Vermutería Chipén (Calle San Vicente Ferrer, 29) ejemplifica esta tendencia, recuperando la tradición del vermut casero mediante maceración propia de vinos base con botánicos seleccionados. Su oferta incluye tanto versiones clásicas como experimentales (destacando su vermut de naranja sanguina macerado con clavo y canela), siempre acompañadas de pequeñas tapas que potencian sus perfiles aromáticos, como boquerones en vinagre con cítricos o gildas tradicionales con piparra.
La incorporación de vinos naturales y biodinámicos al circuito del tapeo representa una de las innovaciones más significativas en la escena gastronómica madrileña reciente.
Angelita Madrid (Calle Reina, 4) ha sido pionero en este movimiento, con una selección de más de 500 referencias que incluye pequeños productores nacionales e internacionales comprometidos con métodos sostenibles y mínima intervención. Su propuesta de tapas contemporáneas como la "burrata con tomates semisecos, almendras y albahaca" o los "tacos de atún marinado con guacamole y mayo de wasabi" está específicamente diseñada para complementar perfiles organolépticos complejos de estos vinos no convencionales.
Lo fascinante desde una perspectiva sociológica es observar cómo esta nueva cultura vinícola ha atraído a un segmento de público joven-adulto (25-40 años) previamente desconectado de la tradición vinícola, creando nuevos rituales de consumo que reinterpretan la tradición del tapeo desde sensibilidades contemporáneas donde la sostenibilidad y la autenticidad productiva son valores prioritarios.
Para una inmersión completa en la cultura del tapeo madrileño, recomiendo centrarse en estas zonas:
Los itinerarios pueden complementarse perfectamente con el recorrido histórico-cultural que propone Joanna López en su guía de 48 horas en Madrid, creando una experiencia integrada que conecta gastronomía, historia y urbanismo.
Para experimentar el tapeo como un madrileño, es fundamental adaptarse a sus ritmos característicos:
Para una integración efectiva en la cultura del tapeo, algunos códigos implícitos resultan útiles:
El tapeo madrileño constituye mucho más que una forma de alimentación; representa un complejo sistema cultural que articula sociabilidad, identidad y placer sensorial. Desde las tabernas centenarias hasta los espacios de vanguardia, cada establecimiento refleja un momento específico en la evolución gastrocultural de la ciudad, permitiendo al visitante atento leer Madrid a través de sus expresiones culinarias. Te invito a emprender este recorrido con curiosidad antropológica, entendiendo cada bocado y cada sorbo como fragmentos de una narrativa urbana en constante transformación.